Este año, el Viernes Santo coincide con el día de la Anunciación: dos «síes» unidos
Pienso en María al comenzar esta Semana Santa. ¿Qué pensaría María ese día en el que tantos aclaman a su hijo? Seguramente estaría turbada en su corazón.
María conocía a Jesús, conocía su alma. Al ver a Jesús en medio de los ramos, de los mantos, de la fiesta, se conmovería. ¿Qué miedos albergaba su alma? Su mirada buscaría a Jesús entre la gente. Pero Ella estaría oculta, detrás de la muchedumbre, como hacen las madres.
Cuando todos se vayan sí dará un paso al frente para estar a su lado y sostenerle. Cuando ya los otros se hayan ido. Cuando ya nadie lo aclame ni le preste un paño como Verónica para limpiar su rostro. Cuando no haya un cirineo ayudándole bajo el madero.
Entonces María se pondrá en camino y la espada atravesará su corazón. Me detengo con dolor delante de la imagen de María atravesada por una espada. El dolor de la separación. El dolor de la pérdida.
María sola al pie de la cruz. Sola con Jesús. María con el alma rota. ¡Cuánto dolor de Madre al ver muerto a su Hijo! ¡Cuánto dolor al tocar su sufrimiento!
Pienso en María en esos días. En las noches de Betania. En los días por las calles de Jerusalén.
Miro a María en la última cena. Y luego la veo sufrir al saber la noticia de su apresamiento. Se lo han llevado. No se ha defendido. Lo han traicionado.
¡Qué sabor tan amargo tiene la traición! Uno de ellos. Seguramente muy amado por Ella. Porque sería un hombre herido, frágil, y María se conmovería al verlo tan débil. ¡Qué duro saber de ese beso traidor! Ese beso con el que sellaba el amor de un amigo. Un amigo que le entregaba por unas pocas monedas.
¡Cuánto dolor de Madre! Se puso en camino en medio de la noche. Estaría con otras mujeres cerca del lugar donde fue encarcelado. Lo seguiría de lejos. Buscaría su mirada. Querría saber cómo estaba en lo más hondo de su alma. Temía tanto por Él.
¡Cuántas conversaciones habrían tenido los días previos! La Madre y el Hijo. Los dos solos en Betania. Los dos solos en cualquier lugar. Descansando. Rezando. Sólo Ella podría intuir la hondura de su agonía en Getsemaní. Sólo Ella podría comprender el dolor de un camino que nunca hubiera elegido.
Jesús hacía la voluntad de su Padre. El odio de aquellos que querían matarlo no era lo que Jesús había buscado cuando pasaba entre los hombres haciendo el bien. ¿Qué mal había hecho con sus milagros?
María acompañaba a Jesús en este camino de cruz. Dios no quería el mal de Jesús. Pero el hombre llevaba el mal en el corazón. El odio puede acabar con el bien. El odio puede sembrar la muerte.
Y María ya le había dado el sí al camino trazado por Dios. Ya lo había entregado todo un día en Nazaret. Ahora sólo repetía ese sí tantas veces pronunciado. Volvía a arrodillarse ante su Padre. Volvía a decir que sí: “Hágase en mí”.
Y de nuevo en la cruz se hizo carne la esperanza. Del costado abierto de Jesús brotó de nuevo la vida. Y María estaba allí arrodillada repitiendo su sí.
Este año, el Viernes Santo coincide con el día de la Anunciación. Los dos síes unidos. Mi sí transforma mi vida. Cuando digo que sí, cuando beso mi viacrucis.
No puedo acabar con el mal. Pero sí puedo cambiar yo mismo. Cuando amo: “Un hombre que ama, que por último ha puesto su amor en el corazón de Dios, participa de la inmensa riqueza del amor de Dios. Si hay algo que no empobrece, es amar, es regalar la calidez del corazón”[1].
No puedo cambiar todo el mundo. Ni acabar con el mal. Pero puedo decir que sí como María y cambiar yo. Lograr que de mis manos brote una vida nueva.Amar toda la vida con toda el alma.