El celibato sacerdotal, ¿una forma de represión?

El celibato es un medio valiosísimo para vivir con alegría la disponibilidad total a las necesidades de la Iglesia y de los hombres, ya que el célibe se consagra por entero al servicio de Dios y de los demás y a la administración de los sacramentos. En otras palabras el sacerdote, siendo célibe, se puede entregar por completo a todos los hombres ¿Sería esto posible si tuviese que atender a una familia y mantener unos hijos? ¿Podría amar con corazón indiviso a todos los hombres?

En esto aparecen varios elementos.

En primer lugar hay que considerar la libertad de la persona. Ni Dios ni la Iglesia obligan a nadie a asumir el sacramento del orden. Es un don de Dios concedido a la Iglesia. Dios da pastores a su pueblo. Por lo tanto aquél que se sabe llamado por el Señor, da una respuesta libre después de un largo proceso de formación.

Esa respuesta libre, asume todo lo que significa ser sacerdote: también el celibato que, como dice Paulo VI, es una riqueza para la Iglesia. Se supone que el sí que cada uno da, es meditado a la luz de la Palabra de Dios con todas sus exigencias y renuncias, como así también considerando la propia vida y las posibilidades de responder que cada uno tiene.

En segundo lugar el celibato es un don, un regalo de Dios que no es para todos, y que en el hoy de nuestra historia es exigido para la recepción y el ejercicio del sacerdocio. Por lo tanto en la Iglesia latina la presencia de este don puede considerarse junto con otras cualidades como signo de verdadera vocación. Quien no lo tiene, insisto, en el hoy de la Historia de salvación, puede considerar que tampoco posee el llamado.

Un tercer elemento a considerar es la importancia de la formación para el amor que aquél que tiene el don del celibato por el Reino de los cielos, debe recibir. Muchas veces esta formación se reduce al aspecto genital o de relación con el otro sexo, sin considerar los aspectos positivos de la renuncia. Quien está llamado al celibato no renuncia al amor, por el contrario, es convocado a un amor superior, sobrenatural. Por ello nadie puede sentirse solo si descubre este amor.

En cuarto lugar debemos considerar en serio quién es el que llama. Aquél que nos invita a su seguimiento de un modo mas exigente «deja todo y sígueme», Él fue el primero en hacerlo y no sin esfuerzo. No juzgo, ni es mi tarea hacerlo, a quienes no pudieron mantener su promesa. Creo que es mejor que pidan la pérdida del estado clerical y la dispensa del celibato, antes que llevar una doble vida.

Pero me parece que antes de eso, deben buscar los medios para permanecer fieles. Buscar la ayuda de sus superiores, que a veces no es suficiente; la amistad sacerdotal, la oración sincera. Ante la crisis el sacerdote debería preguntarse por qué se siente solo, qué es lo que lo impulsa a buscar una compañía que pone en peligro su decisión vocacional.

Sin duda, mantenerse célibe, es decir que sí cada día al Señor. Y sin duda el sí es la vida toda: el trabajo pastoral, la oración, la liturgia, la predicación, en fin, la dedicación al ministerio.

Cuando alguien falla en alguna de estas cosas o no es feliz, entonces busca sucedáneos y lo mas fácil será encontrarlo en aquello en lo que el hombre es más débil.

Debemos volver a pregonar la pureza entre nuestros jóvenes. Debemos gritar que la virginidad y el celibato son un bien precioso que todos debemos custodiar. Tenemos que decir que todos, aun los casados, estamos llamados a la castidad, al buen uso del sexo.

Debemos acentuar el amor como el primer valor de la relación humana y repetir que el ejercicio de la sexualidad es signo de ese amor entregado en el matrimonio; que la renuncia a ese ejercicio es el signo del amor en el célibe o la virgen y que la pureza, la continencia de quienes están en búsqueda, manifiesta la verdadera fuerza del amor.

No creo que esto sea contradictorio si algún día la Iglesia permitiera el ministerio sacerdotal a hombres casados. Hoy no es así. Quienes hemos sido llamados a ser célibes no debemos preocuparnos por eso. En todo caso la preocupación debería pasar por la necesidad de atender adecuadamente al pueblo de Dios.

Esa remota posibilidad (de aceptar hombres casados) no traería soluciones al célibe sino problemas a la atención de la Iglesia. Por ello, que el célibe ame su celibato como un don de Dios y que lo cuide.

Si alguno no puede hacerlo, que no tema, la Iglesia que es Madre, tiene la solución por medio de la pérdida del estado clerical y la dispensa del celibato (c. 290 y 291). Si alguno no puede mantenerse fiel a su promesa, que tampoco se ponga en contra.

Termino con una consideración de san Anselmo: «Si alguno no comprende el misterio, que no lo rechace ni se oponga a él, sino que baje humildemente la cabeza y lo adore»