
Juan 20, 1-11: “El primer día después del sábado, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, y vio que la piedra que cerraba la entrada del sepulcro había sido removida. Fue corriendo en busca de Simón Pedro y del otro discípulo a quien Jesús amaba y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.» Pedro y el otro discípulo salieron para el sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más que Pedro y llegó primero al sepulcro. Como se inclinara, vio los lienzos tumbados, pero no entró. Pedro llegó detrás, entró en el sepulcro y vio también los lienzos tumbados. El sudario con que le habían cubierto la cabeza no se había caído como los lienzos, sino que se mantenía enrollado en su lugar. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero, vio y creyó. Pues no habían entendido todavía la Escritura: ¡él «debía» resucitar de entre los muertos! Después los dos discípulos se volvieron a casa. María se quedaba llorando fuera, junto al sepulcro. Mientras lloraba se inclinó para mirar dentro”.
Reflexión: Por el Servicio de Animación Bíblica de la Diócesis de Ciudad Guayana. Responsable: Luis Perdomo.
La memoria del amor vivido, permanece para siempre. María Magdalena, cuya fiesta celebramos hoy, se destaca en los evangelios como alguien que compartió con Jesús en el amor, comunicado a todas las personas que se le acercaban.
María Magdalena es mencionada por todos los evangelistas entre las mujeres cercanas a Jesús en el momento de su crucifixión y entre los primeros testimonios de la resurrección de Jesús. El evangelista Juan le da un lugar privilegiado, la presenta como el primer testimonio de la resurrección, antes que todos los demás.
Lucas, en su evangelio, incluyó a María Magdalena entre las mujeres que acompañaban a Jesús desde Galilea, y que había sido curada de espíritus malignos. Comúnmente se piensa que se trata de pecados humillantes. Sin embargo, se puede percibir que estos espíritus malignos o demonios, son los preconceptos de inferioridad y de sumisión a los cuales las mujeres eran sometidas por la cultura patriarcal de Israel, que luego fue liberada por Jesús.
En el evangelio de hoy, que es el mismo que se lee en la octava de Pascua, el evangelista Juan, al inicio del capítulo 20, nos narra que María Magdalena fue con otras mujeres muy temprano al sepulcro de Jesús, el primer día de la semana, y encontraron el sepulcro vacío.
María permanece junto al sepulcro, sin entender, llorando. De pronto Jesús, resucitado, se le acerca, dialoga con ella, pero ella no lo reconoce y lo confunde con el jardinero. Cuando Jesús la llama por su nombre, entonces ella lo reconoce y se postra a sus pies, y lo llama maestro. Luego va corriendo a cumplir el mandato de Jesús de avisarles a los demás discípulos.
María pasa del simple mirar” al “ver”, el comprender la trayectoria divina de Jesús: que vino del Padre, convive con sus discípulos, comunicándoles vida eterna y divina y, ahora, regresa junto a su Padre. Así, los discípulos, después de la muerte y resurrección de Jesús, recordando su experiencia de vida, cuando convivió con ellos, lograron reconocer su divinidad.
En Jesús tenemos la revelación de que Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios Padre, conforme a las palabras de Jesús: “Si alguien me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y el padre y yo haremos morada en él.” Oremos continuamente para que podamos percibir y entender la presencia de Jesús en nuestras vidas, podamos oír sus palabras y éstas se conviertan en ejemplo y luz en nuestro camino. Amen.
