“Gracia y paz, de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (Rom 1,7) a todos ustedes venerables sacerdotes, diáconos, seminaristas, religiosos, religiosas y fieles laicos, venidos de todos los rincones de nuestra Diócesis Guayanesa para esta Santa Misa Crismal.
1.- Jesús ungido por el Padre
El profeta Isaías nos hace hoy una declaración solemne: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido y me ha enviado a dar la buena noticia a los pobres” (Is 61, 1). Estas palabras proféticas se refieren, ante todo, a Jesús. Él mismo nos lo recuerda en el Evangelio: “Hoy se cumple esta Escritura que acaban oír” (Lc 4, 21).
Con este anuncio profético de Isaías Jesús inicia su ministerio público en la sinagoga de Nazareth, provocando una reacción de asombro, admiración y posterior rechazo en los oyentes. Comprendemos ahora las palabras del viejo Simeón, que tomando al niño Jesús en brazos, le dijo a María en el templo: “Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción” (Lc 2, 34). Transformado, por el poder del Espíritu Santo, Jesús comienza a anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, en la doble vertiente de ser: buena notica y praxis de liberación.
Jesús se proclama el ungido de Yahveh para llevar la buena nueva a los pobres y afligidos, para vendar los corazones rotos, y consolar a todos los que lloran. Pero también, para proclamar la liberación a los cautivos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia y misericordia del Señor.
Esta es la misión de Jesús; y esta buena noticia del reinado de Dios molesta, al poder de este mundo. El orden establecido no acoge la buena nueva salvadora. Jesús estorba, Jesús es peligroso, hay que acabar con Él. Quien bien recoge esta macabra estrategia es el evangelista Marcos cuando afirma que: “los principales sacerdotes y los escribas buscaban cómo prender y matar a Jesús” (Mc 14,1).
La muerte de Jesús en cruz es la consecuencia de una vida en el servicio radical a la justicia y al amor; es secuela de su opción por los pobres y los desechados; de la opción por su pueblo, que sufría explotación y extorsión. En medio de un mundo malo, toda salida en favor de la justicia y del amor implica arriesgar la vida. Jesús había vivido en la esperanza de este reino de Dios y murió en esa misma esperanza, como se pone de manifiesto en la última cena. Había vivido al servicio del reino de Dios, del reino de su Padre, y muere en esa misma actitud de servicio.
Pero la respuesta del Padre ante la injusticia cometida contra su Hijo es levantarlo de entre los muertos, lleno de gloria y poder. Y constituido Kyrios por el Padre, Cristo Jesús se convierte para nosotros en nuestro único y eterno sacerdote. Y porque es sacerdote para la eternidad es capaz de salvar definitivamente a los hombres (Heb 7,25).
Desde el momento mismo que Cristo ha entrado en la presencia de Dios, el crucificado resucitado sigue intercediendo a favor de la humanidad, como bien lo recuerda Pablo: “Cristo Jesús, el que murió; más aún, el que resucitó, el que está a la diestra de Dios e intercede por nosotros” (Rom 8,34). Gracias a esta intercesión constante y eterna de Cristo, los cristianos recibimos como don la posibilidad de acercarnos a Dios. Esta posibilidad de acercarnos a Dios en Cristo es lo que ritualizamos en nuestro culto cristiano. Esta es la novedad del sacerdocio nuevo, propio de Cristo, que, en Él, sólo en Él, tenemos acceso a nuestro Padre Dios; esto es lo que vivimos y agradecemos en nuestra liturgia, esto es lo celebramos y agradecemos en esta santa Misa Crismal. Por eso nada, ni nadie, ha de hacernos olvidar que nuestra identidad cristiana, es la del seguimiento de único y eterno sacerdote: Cristo Jesús.
2.- Consagrados en el Bautismo
Jesús nos ha dado su Espíritu; El mismo Señor ha hecho de todos nosotros, los bautizados, un reino de sacerdotes. Por el sacramento del bautismo hemos sido ungidos y consagrados como sacerdotes, profetas y reyes, injertados plenamente en el misterio pascual de Cristo, tal y como enseña Pablo en su carta a los Romanos: “¿Es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rom 6,3-4).
Esta unción del Espíritu en nosotros es también un habilitarnos para participar en la misión de Jesús. No somos verdaderos discípulos de Jesús si no asumimos su misión, la misión del Reino.
La misión cristiana hoy, en nuestra Iglesia, en nuestra Diócesis, tiene que ser continuación de la misión de Jesús, en sentido literal y directo. Ser cristiano, en efecto, será vivir y luchar por la Causa de Jesús; es sentirse llamado a proclamar la Buena Noticia del evangelio, como anuncio y liberación, y que no puede quedar reducido sólo a un catecismo o a una doctrina.
En la Venezuela de hoy la misión de Jesús no puede pretender ser neutral, “de centro”, “para todos sin distinción”, no inclinada ni para los ricos ni para los pobres, ni para los poderosos, ni para los débiles oprimidos, como pretenden tantas veces quienes confunden la Iglesia, siguiendo el pensamiento del Papa Francisco, con una especie de ONG, o como un anticipo piadoso de la Cruz Roja. Lo peor que podría decirse del evangelio es que fuese neutral. El evangelio no es neutral, el evangelio opta por los más pobres y abandonados, hasta el punto que ellos mismos son el rostro viviente de Cristo, su sacramento permanente, en medio de nosotros.
Jesús está muy lejos de la simple beneficencia y del asistencialismo momentáneo. El evangelio nos debe hacer capaces de comprender, que en la Venezuela del día a día, no se trata sólo de “hacer caridad” a los pobres, sino de trabajar, como discípulos de Jesús, en inaugurar un orden nuevo integral, esculpido por los valores del Evangelio, donde nadie quede fuera del beneficio social. Un orden nuevo integral donde haya espacio para todos, sin distinciones, que nos permita hablar de una auténtica liberación real del pecado social, que nos destruye y aplasta.
Mis queridos hermanos y hermanas, la palabra evangelizadora de Jesús no es una simple teoría abstracta, de un maestro bueno; es, por el contrario, una palabra cargada de vida y de praxis liberadora. Es una palabra que hace referencia a la realidad y la confronta con el proyecto de Dios. Nuestra tarea hoy, como cristianos, es recuperar esa palabra evangelizadora de Jesús y hacerla ortopraxis; hacerla vida en nuestras obras, en nuestro trabajo pastoral, en nuestro servicio ministerial; esta será la verdadera y fecunda evangelización de la cual nuestro país tiene tanta necesidad hoy.
No caigamos nunca en la peor de las ideologías que sería la de ideologizar el evangelio de Jesús, diciendo que es neutro e indiferente a los problemas humanos, sociales, económicos y políticos, porque se referiría sólo a “lo espiritual”.
A la luz de esta escena evangélica de Jesús en la sinagoga de Nazareth, sintámonos todos, como ungidos y consagrados por el Espíritu, a dejar que el don de la nueva vida de la gracia, se desarrolle en nosotros mediante una fe viva en el Dios vivo; una fe personal en comunión con la fe de la Iglesia, que se alimenta en la oración y en la participación frecuente en los sacramentos de la Eucaristía y de la Reconciliación; una fe que es viva si opera en la caridad.
3.- El sacerdote, ministro de Cristo
Quiero dirigirme ahora a mis queridos sacerdotes. No podemos olvidar, amados hijos, que el Señor por una unción especial del Espíritu nos ha constituido ministros de Cristo y del Pueblo santo de Dios. Como dice la Lumen Gentium somos los “servidores que pastorean al pueblo sacerdotal, que anuncian la Buena nueva y ofrecen el sacrificio eucarístico a Dios en nombre y en la persona de Cristo” (LG 10); somos sacerdotes no en provecho propio, sino para servir al sacerdocio bautismal de todo el pueblo de Dios.
Este ministerio ordenado no es un fin en sí mismo, sino medio en orden a un fin que debe concentrarse desde las necesidades y exigencias de una comunidad determinada, y no desde esquemas preestablecidos.
El ministro ordenado procede del seno de la comunidad, forma parte de la comunidad, existe para la comunidad, actúa desde la comunidad y en la comunidad, y se sitúa frente o ante la comunidad, no precisamente para dominarla, sino para servirla, siendo signo de Cristo Salvador.
Esto que digo adquiere para nosotros hoy, como ministros, una densidad muy especial. Nuestro pueblo espera de nosotros auténticos pastores, ante la terrible realidad que vivimos. Es nuestro compromiso el servir a nuestro pueblo, acompañándole y sufriendo nosotros también esta desventura que atravesamos, como nación, confiados en Jesús que nos invita a estar con Él: “Vengan a mi todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11,28).
No quiero que olviden que ustedes pertenecen a Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Que somos ministros de Cristo y a Él nos debemos. Este sentido de pertenencia a Cristo es el que vamos a confesar al renovar nuestras promesas sacerdotales. En cada promesa sacerdotal manifestamos nuestra opción por un camino de santidad, de fidelidad y de ardor apostólico. Esta es la senda del sacerdocio y del servicio pastoral. Los pastores debemos dar un testimonio coherente de vida, hemos de vivir con fidelidad el don y misterio que hemos recibido. El pueblo de Dios tiene que ver en nuestra vida cotidiana como ministros, ese destello de pertenencia a Cristo. Debemos dar testimonio de fidelidad a Cristo. Para nosotros la fidelidad se tiene que convertir en nuestro modo de ser y de actuar. Ser fieles a Cristo, fieles a nuestra madre la Iglesia, files al pueblo que pastoreamos.
En medio de la crisis tan terrible que vive nuestra sociedad venezolana, la fidelidad a nuestro ministerio se hace indispensable para poder ser pastores a la medida del corazón de Cristo. No demos cabida en nuestros corazones a cualquier forma de fingimiento. Evitemos caer en la rutina, la mediocridad o la tibieza, que matan la ilusión de aquel primer amor que nos sedujo, el de Cristo Jesús.
Seamos, pues, como pastores responsables en nuestra tarea, serios y coherentes en nuestra vida afectiva, abocados permanentemente a la oración, atentos a las necesidades de la comunidad cristiana y fieles a la misión de ser portadores del Evangelio a todos los hombres y mujeres que sufren y padecen hoy en nuestro país.
Unida a esta fidelidad está también la fraternidad que tenemos que cultivar como colegio presbiteral. Renovar nuestras promesas sacerdotales es también compromiso de vivir como hermanos en el ministerio. Ustedes en unión conmigo, como obispo, debemos esforzarnos, con la ayuda de la gracia divina, en construir esta solidaridad fraterna; es el compromiso se ser cercarnos, de aceptarnos, de amarnos, los unos a los otros en las circunstancias ordinarias de la vida y del ministerio. Quiero un clero unido, no dividido; toda división es fruto de las tinieblas y toda fraternidad es fruto del Espíritu de Vida.
Mis queridos hermanos y hermanas aquí están sus pastores, sus sacerdotes, oren por ellos, quieran y respeten a sus sacerdotes, exijan a sus sacerdotes el cumplimiento de sus deberes, y oren para que el Señor nos bendiga con abundantes vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa.
Que María, Madre Inmaculada, Madre de Jesús y Madre de los sacerdotes interceda por nosotros sus hijos, para que seamos dóciles, como Ella, a la acción del Espíritu y seamos ministros fieles al Evangelio y a pueblo santo de Dios. Amén.