El corazón del hombre tiene la capacidad de soñar con lo imposible. De creer en sus fuerzas y luchar contra toda esperanza.
Cuando miro así la vida creo que sólo con mi fuerza puedo llegar a lugares insospechados Veo el final del camino antes de echar a andar. Toco la meta cuando aún no he salido. Gano un torneo antes del primer partido. Es la fe en la victoria.
El otro día leía: “Cuando acechan las dificultades podemos irnos un momento a nuestro ‘vestidor personal’ y pararnos a pensar qué traje me quiero poner para vivir esa situación de mi vida. Qué necesito para poder afrontar con éxito esas circunstancias a las que me voy a enfrentar. Esa situación que es única, histórica y que en cualquier caso es de mi patrimonio personal, y vale la pena ser vivida con la máxima intensidad que me permita crecer”[1].
Muchas cosas en mi vida dependen de la actitud con la que las enfrento. El corazón se enamora y desea lo que aún no posee. Pero sólo es posible cuando somos positivos y optimistas. Cuando creemos que podremos lograr lo que soñamos y pensamos que ninguna barrera va a obstaculizar nuestros pasos.
Ese traje es el de la fe ciega en mis capacidades, en mis posibilidades. Ese espíritu de lucha, esa confianza, son pilares para caminar. Vivir con esa confianza en el futuro nos hace capaces de más.
Eso sí, no podemos quedarnos sólo en nuestra fuerza ni pensar que ya lo hemos logrado todo cuando aún nos queda mucho por andar. Podemos creer haber llegado ya al final y sentirnos felices con lo que tenemos, satisfechos. Aunque nunca sea suficiente.
El otro día escuché algo que me dio qué pensar: “Tenemos que desconfiar incluso de nuestros momentos de plenitud”. Momentos en los que creemos que estamos muy bien, tranquilos, plenos, en la cresta de la ola, en la cumbre de la montaña, felices, triunfadores.
No es así la vida. No es algo estático. Todo es dinámico. Subimos y bajamos. Y cuando nos sentimos cómodos tal vez es porque nos hemos acomodado. No nos hace bien. Siempre estamos en camino.
En esos momentos de gloria me acecha la tentación de pensar que todo me sale bien. En ese momento me apodero de Dios, me creo poderoso como Él. Confío sólo en mis fuerzas y pienso que soy yo solo el que llega, gracias a mi poder, a lo alto de la cima.
Me recuerda a Ícaro y sus alas. Este mito griego nos cuenta la historia de la huida de Ícaro con su padre de la isla donde estaban retenidos.
El padre antes de salir le recomendó a su hijo no volar demasiado alto, muy cerca del sol, ni demasiado bajo, muy cerca del mar. Pero el hijo se dejó llevar por su pasión y no hizo caso.
Imprudentemente se acercó mucho al sol. La cera que sujetaba sus plumas se derritió y cayó sobre el mar. Se creyó poderoso, capaz de todo y cayó desde lo más alto.
Queremos subir como Ícaro, muy cerca del sol. Es la gran tentación del hombre de hoy. Nos tienta el poder y el tener. La fama y el éxito. Nos sentimos poderosos, libres, autónomos. No queremos tener jefes, ni depender de nadie. Nosotros solos podemos.
Ícaro no obedeció a su padre, se dejó llevar por la atracción del sol. Inmadurez, temeridad, riesgo. En la vida corremos siempre riesgos. Forma parte de nuestra condición limitada.
Nuestra fragilidad nos confronta siempre con el riesgo, con el límite. Arriesgamos animados por la atracción de lo que soñamos. Es la tentación. Siempre más, siempre más alto, más lejos. Siempre puede haber más personas que nos amen. Siempre pueden seguir más nuestro camino.
La tentación del poder. Las alas de Ícaro nos elevan sobre el mundo. Pero son alas frágiles, humanas. Si Dios no nos sostiene, podemos caer
y dejarnos llevar por la vida.
Es necesario recuperar la conciencia de ser hijos. Para así ser más prudentes en el uso de nuestras fuerzas. Porque las fuerzas al final siempre nos fallan. El ritmo en nuestra vida acaba disminuyendo.
Dejamos de ser tan capaces, tan buenos en lo que controlamos. Y entonces necesitamos ayuda. Y si no la pedimos, al final nos acabamos quebrando. Porque nos hemos creído que todo depende de nosotros, sin contar con Dios.
A mí me gustaría vivir con la fe de los niños, esa fe que mueve montañas. Los niños son capaces de lograr lo imposible, porque confían, creen.
Decía el Padre José Kentenich: «Debemos esforzarnos por llegar a tener una fe tan sencilla en la Providencia como la que teníamos cuando éramos niños. Esa era una época dichosa. En ese tiempo no vivíamos de las ideas; la vida todavía no nos había mostrado sus problemas»[2].
La fe del niño que cree en la fuerza imposible de su padre. Para él no hay barreras infranqueables. Dios nos recuerda que somos sólo instrumentos en sus manos. Nos necesita y nosotros a Él.
No podemos lograrlo todo sin Dios. Más bien poco es lo que logramos. No podemos alcanzar solos las estrellas si no vamos en sus alas. No podemos volar más allá de nuestras fuerzas, porque el excesivo calor derretirá nuestras alas. O el agua mojará nuestras plumas y no nos dejará volar. Necesitamos aceptar que somos pobres.