Tengo ganas de llorar

Agosto se asocia a vacaciones, descanso, viajes, diversión, por eso tener ganas de llorar no es tema para este mes, y sin embargo llevo días  aguantando mis deseos de llorar.

Voy a un supermercado, mal llamado así porque de “súper” no tiene nada, y los anaqueles vacíos hacen que mis ojos se humedezcan; no encontrar papel sanitario, ni jabón, ni café, ni… me da rabia y tristeza. No tengo problemas con los lujos, renuncié a ellos sin problemas hace rato, pero tengo problemas con lo básico para vivir decentemente  en este siglo. El corazón se me arruga más si además de pensar en mi despensa y nevera vacías pasan por mi mente los rostros de mis múltiples “comadres” de las zonas populares. ¿Cómo se le explica a Victoria, de 4 años, que la avena no se toma ahora con leche sino con agua porque leche no hay? Ella no siquiera sabe que ya está pagando al cuenta de esas limitaciones. Pienso en su padre, que a veces pasa las noches sin dormir porque todo se le va en comida y están comiendo mal. “Pagué 400 por dos kilos de harina para las arepas. No se puede hacer cola todo el día”… y deja  caer un silencio que llega al alma y me dan más ganas de llorar.

Voy a una librería y veo los precios de los útiles. Las familias no podrán equipar a sus hijos para el colegio ni con lo mínimo. Los dibujos serán sin colores porque no  habrá presupuesto que aguante esas cifras. ¿Solo blanco y negro los paisajes? ¿Y el verde para los árboles, y el rojo para las flores y el amarillo para el vestido de su muñeca preferida? Difícil que Victoria lo entienda. Corazón arrugado de nuevo.

Veo las vidrieras  de las zapaterías y me digo que pocos comprarán zapatos para la escuela. Creo que se debería declarar “emergencia escolar” y que cada niño entre en septiembre con lo que tenga. Eso sí, que no falte la maestra con una sonrisa. No me atrevo a mirar los costos de los morrales…  ¿Algún alto funcionario recordará que los niños y las niñas son Prioridad Absoluta? Ya comenzaron a salir las lágrimas, y aún no he pasado por la farmacia. Francis, oncóloga infantil, me dijo hace un mes que no hay medicamentos para los tratamientos delos niños con cáncer,  pienso en el JM de Los Ríos. Lloro. La realidad es para llorar.Estoy llorando.

En Venezuela se ha  repartido la pobreza.  “Ahora todos somos pobres”, me dijo Beatriz, doctora en Ciencias Sociales. “Esto no se va a componer”, me dice Son, adolescente, buen chico, promesa deportiva. Le digo que no piense así, pero recuerdo a las autoridades sin señales de rectificación. “Sé que mi liceo no es bueno, pero es el que tengo… Me gustaría ir a la Gran Sabana, pero será caro”. No habla de ir a Miami, habla de conocer el estado donde nació y donde ha vivido. No lloro para no profundizar su desesperanza.

Pero decido darme de mi propia medicina: ¡que las toxinas no me maten las endorfinas! Busco en mi archivo mental escenas que me digan que “no todo está perdido”. Recupero uno reciente: las Madres Promotoras de Paz de La Victoria,  San Félix, después de terminar su plan vacacional con los niños, van ahora con los adolescentes,  siempre sacan ánimo, respiro profundo; pienso en Son, “en mi liceo venden drogas, pero yo sé como decir que no”, sonrío; pienso en Victoria que inventa un “parque de diversiones” en su casa, usa el chinchorro de su abuela y hasta reparte entradas  a sus hermanos y se carcajea, me río con ese recuerdo y río más cuando recupero el piropo que me echó: “usted es una señora joven y bonita”, risa al cuadrado  ; pienso en  David, taxista, que ayer no le cobró a una anciana la carrera porque  la pobre no pudo comprar nada en el súper, las lágrimas se  van secando; pienso en Carlos, Gloria y todos los compañeros de la REDHNNA, con terquedad evangélica peleando por proteger a los niños y las niñas; el alma se alisa. Completo el tratamiento releyendo un libro de Otrova Gomas.

Este país merece otro agosto. Los niños merecen su leche y sus colores. Hay que trabajar por ello. ¿Quién se anota?