Una vez me enamoré. Fue hace mucho tiempo, antes de ser sacerdote. En realidad en aquella época no era ni siquiera seminarista. Se llamaba Valentina, tenía el pelo negro, largo hasta los hombros, siempre amarrado o adornado con algo.
Sus ojos verdes y grandes eran la ventana de su alma, revelaban sus secretos más bellos: si por fuera era bella, lo era también por dentro. Y quizá por eso me enamoré.
Recuerdo todavía la primera vez que la vi. Era monaguillo en la parroquia de San José. Era una iglesia pequeña, nos conocíamos todos. Era de esperar que se notara la presencia de una persona nueva. Y ahí estaba Valentina con su padre y su hermana. El señor Bernini se había mudado recientemente con sus dos hijas tras haberse quedado viudo.
Todavía hoy no logro describir la sensación que suscitó en mí la sonrisa simpática y arrolladora de Valentina. Sólo sé que fue suficiente para distraerme durante la misa, lo que obviamente me costó una buena confesión. Teníamos 15 años.
Aunque era un poco desgarbado, era un buen muchacho. Creo que lo entendió y por eso se enamoró de mí. La belleza de Valentina era un reflejo de la belleza divina, haciendo que junto a ella me sintiera como en el Cielo. Si has encontrado a alguien que te haga vivir el Cielo en la Tierra, valóralo.
Valentina fue el gran amor de mi vida. Me explico. Estaba seguro que tenía junto a mí a la muchacha más bella del mundo. Vivía sonriendo. Yo tenía su sonrisa. Sentía que más allá de todo estábamos volviéndonos compañeros. Las misas todas las mañanas, los rosarios al final de la tarde, los besos en la mejilla, la bendición del sacerdote George e incluso del señor Bernini. Todo conspiraba a nuestro favor. Estaba seguro de una cosa: era el quinceañero más feliz del mundo.
A pesar de esto me sentía incompleto, y no entendía cómo era posible. Si Valentina no era suficiente para “llenarme”, ¿qué podía hacerlo? Dios. La poderosa e irresistible llamada de Dios resonaba en mí, y entendí todo: Él era el ideal al que me donaría completamente, la única realidad capaz de calmar mi sed.
Le estaré eternamente agradecido a Valentina. Dios se sirvió de ella para mostrarme que ni siquiera la más grande belleza terrena se puede comparar con la Suya. Entre dolor y lágrimas nos dijimos adiós. Yo estaba entrando en el seminario menor.
Confieso que durante algún tiempo pensé en cómo habría sido mi futuro junto a ella: cuántos hijos habríamos tenido, cómo los habría llamado, cómo habría sido nuestra casa, si habría sonreído todavía con mis bromas poco divertidas o si un día la habría hecho llorar. No importa. Estos pensamientos se desvanecen rápidamente cuando pienso que soy feliz siendo sacerdote.
Ejerzo el ministerio sacerdotal desde hace 19 años. También ella fue feliz. Se casó, tuvo cuatro hijos –entre ellos una carmelita y un seminarista-, fue una mamá fantástica y tenía un marido devoto e íntegro.
Son las 7:42. Estoy listo para salir de la casa parroquial. Me desperté a las 6:30 por una llamada telefónica con una mala noticia: Valentina murió. La guerrera Valentina, que luchaba contra un tumor en el pecho, decidió descansar.
Decidí escribir por miedo a que al partir se llevara todos mis recuerdos de nuestra santa amistad. Soy sacerdote gracias a Valentina, y estoy seguro de que mi ministerio se verá reforzado por su intercesión desde el Cielo.