Nos convoca María, a quien proclamamos: Madre Inmaculada; y considero que las palabras del ángel Gabriel a María: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”, dan sentido e iluminan esta solemnidad mariana que celebramos.
En muchas ocasiones cuando hacemos referencia a la Inmaculada Concepción de María, incluso en las aulas de clase o en la catequesis ordinaria, nos quedamos atados a un aspecto o sentido totalmente negativo, es decir María es Inmaculada porque no tuvo pecado original; predomina aquí lo hamartiológico; lo importante de María es que no tuvo ningún pecado, y esto unido al antiguo y simple planteamiento que: “Dios lo quiso, Dios lo pudo, Dios lo hizo”.
Sin embargo, considero que deberíamos hacer una lectura totalmente distinta, o sea, una lectura agraciada, o cristológica, de este dogma mariano y afirmar que María es Inmaculada porque es la llena de gracia: “gratia plena”, como la llama el ángel.
En la primera lectura, que se ha proclamado, el autor del Génesis nos narra la tragedia del hombre, que, por desobediencia al mandato divino, pierde la gracia originaria en la que fue creado. Gracia originaria que no es otra cosa que una existencia en comunión y realización plena del hombre con su creador; encuentro profundo entre creador y creatura, donde la creatura vive su religación total a su creador; gracia originaria que se traduce en una voluntad salvífica de Dios que está dando constantemente vida plena al hombre.
El pecado irrumpe en esta relación de vida entre el hombre y su Creador, y queda el hombre con una existencia perturbada y destruida, marcada por el pecado, y por una sucesión de males que irán insertando en nuestra historia verdaderas estructuras sociales de pecado. Por el pecado nuestra historia se hunde en un mundo de violencia, destrucción y muerte, que diera la impresión de tenernos dominados, impidiendo nuestra plena realización de hijos e hijas de Dios nuestro Padre.
Si miramos objetivamente la realidad en las estamos inmersos hoy, en nuestra diócesis de Guayana, ¿qué encontramos?, debemos afirmar, sin miedo, que lo que contemplan nuestros ojos es pobreza, miseria y muerte. Que bien suenan en este momento aquellas palabras del documento de Santo Domingo: “Miramos el empobrecimiento de nuestro pueblo desde dentro de la experiencia de mucha gente con la que compartimos, como pastores, su lucha cotidiana por la vida” (SD 179b). Para la mayoría de la gente de nuestra diócesis se hace cada vez más difícil el simple hecho de vivir.
Afirmar que hoy estamos hundidos en una cultura de muerte, no es una sentencia etérea, abstracta, de fino acabado teológico. Hay una cultura de la muerte generalizada en toda nuestra realidad, porque la gente está muriendo por falta de alimentos; hay muerte porque no hay medicinas, no hay atención hospitalaria ya sea primaria o especializada por falta de insumos médicos, No hay plazas de trabajo dignas para todos, los sueldos son sal y agua ante una inflación que casi llega al cielo… en fin, es una realidad que deshumaniza, que acaba, con todos, de una u otra forma, pero en especial con el hombre y la mujer de a pie.
Esta es la complicada historia de mal y pecado que se ha ido tejiendo desde que dimos la espalda al plan originario de Dios.
Sin embargo, al contemplar a María descubrimos que ella rompe esa herencia de pecado, y nace en esa gracia plena, originante, en la que consigue realizarse plenamente como persona. Y esto es posible sólo si ponemos nuestros ojos en el amor gratuito del Padre Dios, porque no fue mérito de María la liberación del pecado y su santidad inicial, sino iniciativa amorosa de Dios; sólo de Dios puede venir una salvación plena y que ésta pueda hasta precede a nuestra respuesta.
Reza la Iglesia en el prefacio de la misa de hoy: “purísima tenía que ser, Señor, la Virgen que nos diera al Cordero inocente que quita el pecado del mundo”.
Sólo por “gratia Christi”, (por gracia de Jesús) ella queda reservada como templo vivo, en donde el Verbo eterno del Padre toma carne. Sólo como mujer limpia, inmaculada, pudo mantener en plenitud su alianza de amor con Dios, apareciendo, así, como elegida, “amada”, llena de gracia, sabiendo responder desde su plena libertad, como persona libre y plena, a la propuesta de Dios.
Jesús nace en un mundo de ley y de pecado (cf. Gal 4,1-4); pero nace, al mismo tiempo, de la vida y la promesa de Dios que ha ido actuando en la historia israelita. Dios mismo ha preparado cuidadosamente el nacimiento de Jesús sobre la tierra (como victoria del amor sobre el pecado). Pues bien, como elemento principal y casi necesario de ese nacimiento encontramos a María.
Es su fe íntegra la que se convierte en el presupuesto necesario para que pueda encarnarse el Salvador; de allí que San Agustín en palabras magistrales diga que María concibe primero en la fe y luego en la carne; dice el santo: “Creemos, pues, en Jesucristo, nuestro Señor, nacido del Espíritu Santo y de la Virgen María. Pues también la misma bienaventurada María concibió creyendo a quien alumbró…ella llena de fe y habiendo concebido a Cristo antes en su mente que en su seno dijo: «He aquí la esclava del Señor»”.
Solo por gracia de Jesús, María supo mantenerse en esa gracia primera, originante, toda su vida, respondiendo, siempre, con amor al amor que Dios le ha dado.
Muchas veces he pensado, o creído, que esta solemnidad de la Inmaculada despierta en muchas personas, y hasta en muchos de nosotros la sospecha de que una persona que no peca para nada, en el fondo es una persona aburrida; que no ha experimentado de verdad su libertad, que no ha vivido esa dimensión dramática de ser autónomos; se piensa que hay que bajar hasta las profundidades de las tinieblas del pecado, para experimentar lo que verdaderamente significa ser hombre, para llegar a ser nosotros mismo. En una palabra, pensamos que en el fondo el mal es bueno, que lo necesitamos, al menos un poco, para experimentar la plenitud del ser; así al menos lo dijo un alumno que después de haber leído la vida de un santo, me comentó: “mire padre tanta santidad me aburre, me da asco”.
Mis queridos hermanos, al decir Inmaculada Concepción sólo hacemos una afirmación teológica de gran magnitud, sino que también contemplamos el proyecto acabado de lo que significa ser persona humana.
La segunda lectura, tomada de la carta de Pablo a los Efesios, nos aclara este panorama. Dice el apóstol: “Dios Padre nos eligió en Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables a sus ojos”. ¿Qué significa esta santidad?; pues esta santidad nos es otra cosa que la plena configuración de nuestra vida con Cristo Jesús; estamos predestinados desde siempre, por Dios Padre, a ser semejantes a su Hijo; que adquiramos la verdadera imagen de ser hijos en el Hijo.
Vivir como salvados, es vivir como hijos, y vivir como hijos es trasparentar la imagen de aquel en quien hemos sido creados. Al respecto son hermosas las palabras de San Gregorio de Nisa cuando afirma: “Cristo, por amor del género humano se hizo imagen de Dios invisible. Él se asemejó en todo a la condición humana excepto en el pecado. En nuestro caso, nosotros también debemos ser imagen y semejanza de Dios, según la idea original en la que fuimos creados, para ello el contemplar la imagen del Cristo y el tomarlo como modelo nos hace la imagen de Dios”.
María, asociada a Cristo en el plan divino, es el prototipo del redimido. La preservación del pecado, que incluye la acción gratificante del Espíritu, es la forma más radical y afortunada de la redención. En este misterio se realiza anticipadamente y de forma plena la verdad más honda de la Iglesia: la comunión con Dios. Preservada inmune, sólo Ella es la nueva criatura desde el principio, totalmente santa por la acción del Espíritu.
En ella, en la Inmaculada, contemplamos lo que estamos llamados a ser; Ella nos remite totalmente a Dios que quiere que nuestra santificación, o cristificación, sea al mismo tiempo obra del amor de Dios y respuesta de la libertad del hombre. María es Inmaculada porque Dios la va plasmando con su Espíritu de forma que viva y se despliegue sin cesar como persona “nueva”, dueña de sí misma. A partir de aquí se entiende el rasgo decisivo: María puede dialogar con Dios en ámbito de alianza; puede escuchar la Palabra de Dios y responderle con su propia palabra de persona humana, desde su libertad. Esto mismo quiere hacer Dios con cada uno de nosotros, irnos plasmando con su Espíritu para que alcancemos nuestra madurez en Cristo su Hijo.
Que podamos de verdad, cada uno de nosotros, abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento del pecado la voluntad salvífica de Dios.
No quiero concluir sin resaltar que el misterio de la Inmaculada Concepción refleja y plenifica la existencia de toda la Iglesia. En ella se realiza, de manera anticipada y plena, la verdad más honda de la Iglesia, la fuerza del amor hecha presencia de vida en nuestra tierra.
Así lo ha destacado el Vaticano II cuando afirma que María «es tipo de la Iglesia»; por eso, los creyentes deben mirar hacia María «contemplando su arcana santidad e imitando su caridad» (Lumen Gentium 63, 64). Mirando hacia María Inmaculada, la Iglesia descubre su propia vocación de santidad y encuentro con Dios en Jesucristo. Precisamente en esta perspectiva queremos situarnos cuando llamamos a María “la primera persona de la historia”, ella nos muestra la verdad y plenitud de aquello que nosotros buscamos sobre el mundo. Es cierto que el dogma de la Inmaculada Concepción sitúa a María en un plano excepcional y único entre todos los redimidos, sin embargo esta excepcionalidad no significa ruptura y separación de los hombres. Al contrario. Si la gracia es comunión y el pecado disgresión, nuestra Señora, libre de pecado y llena de gracia, es la mujer más cercana a todos nosotros.
Contemplando a la Inmaculada vemos la última palabra de Dios para nosotros es su palabra de gracia y salvación, su palabra de vida; y este tiene que ser nuestro evangelio hoy.
En la fiesta de la Inmaculada abandonémonos sin reservas en las manos del Padre bueno; comprendamos que el hombre que se abandona totalmente en las manos de Dios no se convierte en un títere de Dios, en una persona aburrida y conformista; no pierde su libertad. Sólo el hombre que se pone totalmente en manos de Dios encuentra la verdadera libertad, la amplitud grande y creativa de la libertad del bien.
El hombre que se dirige hacia Dios no se hace más pequeño, sino más grande, porque gracias a Dios y junto con él se hace grande, se hace divino, llega a ser verdaderamente él mismo. El hombre que se pone en manos de Dios no se aleja de los demás, retirándose a su salvación privada; al contrario, sólo entonces su corazón se despierta verdaderamente y él se transforma en una persona sensible y, por tanto, benévola y abierta.
Madre Inmaculada te pedimos en esta mañana, que intercedas por nosotros, para que resplandezca en nuestras vidas la auténtica vocación de los discípulos de Cristo, llamados a ser con Él, inmaculados y santos en el amor.
Tú que conoces, Madre, todos sus sufrimientos de los hombres y mujeres de nuestra diócesis; falta ilusión y esperanza en muchos corazones, sánalos tú, la llena de gracia.
Tú que tienes el conocimiento materno de todas las batallas
entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad
que afligen a nuestra tierra guayanesa, acepta nuestra súplica, y socorre a nuestros hermanos más pobres y abandonados.
Estamos llenos de preocupación Madre por nuestro futuro, por nuestro destino; haz que la justicia del Dios de la vida ilumine los rostros de los que sufren y agonizan porque no tienen ni lo mínimo para vivir.
Queremos Madre Inmaculada, paz y fraternidad para que podamos seguir las huellas de tu hijo.
Ayúdanos a ser coherentes entre lo que decimos y hacemos, tal como lo hizo tu Hijo, que hablaba con autoridad, pues vivía lo que decía.
Líbranos Madre de la doblez y de la hipocresía; haznos hombres puros y transparentes como Tú, y danos el coraje para decir un “Sí” valiente como el tuyo; un “Sí” a Dios, sin reservas ni sombras; que sepamos descubrir que nuestra vocación primera es llegar a ser como tu Hijo, Hombre nuevo.
Llena de gracia eres tú María, Tu nombre es para todas las generaciones prenda de esperanza segura. Socórrenos en esta hora triste que vive nuestro pueblo, y danos a Cristo tu permanente Consuelo. Amén.
